YO NO QUIERO VOLVERME TAN LOCO
Se dice que habitamos una época donde todo se evalúa, se
mide, se clasifica, se categoriza. Es decir, lo contrario a lo que
pretende el psicoanálisis. ¿Esto es así?
–Efectivamente. La pregunta por la singularidad es el horizonte del
psicoanálisis, incluso en el mundo contemporáneo, donde el sujeto está
sometido a sistemas de clasificación, vigilancia y evaluación
permanentes. Esos sistemas, en el campo de la “salud mental”, llamémoslo
así, no pueden evitar los puntos de fuga y el malestar, no pueden
abolir el inconsciente. Por esa razón, entre otras, existimos los
psicoanalistas.
¿Cómo están organizados esos sistemas y por qué la
diferencia (con el psicoanálisis, con la práctica artística) se ha
vuelto tan notoria?
–Bueno, es un lugar común hablar hoy del fin de la intimidad, de la
privacidad, etcétera. Eso sucede porque acompaña un movimiento de época
hacia las clasificaciones y la vigilancia. El campo donde opera el
analista está organizado ahora por sistemas de clasificación múltiples
siendo el más importante el DSM (Manual de Diagnóstico y Estadística de
los Desórdenes Mentales) que elabora la Asociación Americana de
Psiquiatría y que en mayo de 2013 conocerá su quinta versión (aunque en
rigor, ya se aplica). La ambición del nuevo DSM es diseñar una
clasificación que pueda aplicarse y cambiar a gran velocidad; que
permita establecer y deshacer categorías que tienen diez o doce años y
pasar a otras. Es un sistema que fue adaptado a la época. Por un lado,
una clasificación amplia, global, veloz y variable que se adapta a la
sintomatología que está de “moda” en el malestar. Es un ideal de
medicalización general de la existencia. Los ataques al psicoanálisis
(que vienen desde tiempos de Freud) ahora son más agresivos y están
financiados por cierta prensa y por los laboratorios farmacéuticos, a
punto tal que existen grupos de presión para prohibir la práctica
analítica especialmente en los casos de autismo y depresión. El
presidente de mi país, François Hollande, está a punto de emitir la
prohibición del tratamiento psicoanalítico para los autistas, guiado por
un informe que no tiene validez científica alguna. Y acá mismo, en la
provincia de Santa Fe, logró revertirse esa prohibición, que dejaba las
manos libres al cognitivismo y a los psiquiatras de laboratorio, gracias
a la intervención de algunos psicoanalistas que contaron con el apoyo
de Judith Miller y de Jacques-Alain Miller. Pero no diría que es una
pelea despareja –en cierto sentido lo es– porque prefiero pensar que son
las nuevas condiciones, los nuevos desafíos, y que es necesario estar a
la altura de esos desafíos, es decir, darse una política.
¿Cómo sería esa política?
–Dar una respuesta al avance de la ideología
cognitivo-comportamental, a la concepción biologizante propuesta por el
DSM. Sus estrategias de evaluación, que hoy dominan el campo, excluyen
la eficacia del psicoanálisis.
Dicho así, parece una tarea titánica.
–Parece. Porque también hay que saber que esos sistemas conocen una
crisis importante. Es cierto que el DSM está divulgado en las zonas más
extensas del mundo, pero al mismo tiempo, su ampliación lo ha puesto en
crisis.
¿Cuál es la situación?
–En el último congreso de la American Psychiatric Association (APA),
en junio pasado, se hicieron evidentes las tensiones entre los grupos
que dominan la psiquiatría norteamericana. Por ejemplo: sucedió por
primera vez que se difundieran cartas de protesta escritas por los
responsables de las ediciones previas del DSM, de la cuarta y de la
tercera versión. Hay dos psiquiatras, de los cuales Allen Frances es el
más sólido, que escribieron cada uno una carta, y otra en conjunto,
dirigida a la cúpula de APA, denunciando al equipo que está redactando
la quinta edición del DSM. Los describen como una banda de
irresponsables que no tienen idea de lo que están produciendo y que no
han hecho testeos serios y todavía más, que esa metodología es
susceptible de producir una serie de catástrofes sanitarias y de las
otras (el asesinato de 28 personas por una persona medicada y tratada
por conductistas es el ejemplo más reciente). Para Frances, “hay muchas
sugerencias de que el DSM V podría dramáticamente incrementar las tasas
de trastornos mentales. El DSM V podría crear decenas de millones de
nuevos pacientes mal identificados, exacerbando así los problemas
causados por un ya demasiado inclusivo DSM IV. El V promueve la
inclusión de muchas variantes normales bajo la rúbrica de enfermedad
mental, con lo cual el concepto central de trastorno mental resulta
enormemente indeterminado”. Es notable, existe una reacción contra la
medicalización excesiva y los casos testigo son el déficit de atención
generalizada y los supuestos casos de autismo y depresión en niños. Y es
llamativo, claro, que aquellos que redactaron el DSM III se hayan
puesto en contra de quienes están redactando la nueva edición. Pero lo
que no ven es que las críticas que hacen ahora también se podrían haber
hecho contra las ediciones que ellos establecieron.
¿Entonces?
–Entonces, según el DSM V, todos padecemos algún trastorno mental. Y
todos necesitamos tratamiento medicamentoso. Y esto no es sólo una
cuestión de intereses económicos sino de una concepción del hombre como
una máquina a la cual se le cambia un chip y vuelve a la normalidad.
Frances y su colega el peligro que denuncian es la posibilidad de hacer
existir una categoría que pueda incluir a alguien sin que exista un
fenómeno clínico bien establecido. Un nivel preclínico, de intensidad
baja.
¿Un ejemplo?
–En el campo de las depresiones. Si alguien tiene un rasgo de
tristeza, en el DSM está incluido como depresivo. Eso implica que los
protocolos ad hoc indican la prescripción de antidepresivos durante
largos períodos. El DSM V es la medicalización de la vida en el mayor
rango de amplitud conocido hasta el momento. Los que están redactando el
documento piensan que están dando un paso más hacia la salud mental y
defienden su posición, pero las tensiones son muy fuertes, sobre todo
ahora, con la instalación, en los Estados Unidos, del sistema de salud
propuesto por el presidente Obama y el senador John Kerry, porque
quienes auditan los gastos se niegan a pagar más dinero a los
laboratorios farmacéuticos. Estamos hablando de sumas desconocidas con
las indicaciones de prescripción. Como puede verse, la disputa no es
sólo en el interior de la psiquiatría sino también entre la psiquiatría y
las instancias de control estatales, las burocracias sanitarias. La
tensión es tan grande que Frances propone sacar al DSM de la APA. Este
hombre considera que dada la situación, la que tendría que hacerse cargo
de la cuestión podría ser la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Es una tensión en varios niveles...
–Por un lado, están los trastornos de atención, las drogas, la
bipolaridad, las masacres en centros de estudio o shoppings, la sociedad
del doping, del bullying, todo eso representa un enorme mercado, el
“mercado de la salud”. El Ritalín, psicólogos, psicopedagogos,
antidepresivos, ansiolíticos... Esto se encuentra a un tiempo en auge y
en crisis. ¿Por qué? Porque es contradictorio con el otro movimiento
mundial, que implica, en pocas palabras, atender a la singularidad del
uno por uno. Por eso la reforma Obama-Kerry es de estricta justicia y
enfrentó a tipos tan retrógrados como los mormones o el Tea Party.
Y por eso este eje farmacológico del DSM se enfrenta al
psicoanálisis: para plantearse la posibilidad de un análisis es
imprescindible, en principio, estar módicamente “sano”.
–Por supuesto. En Europa y los Estados Unidos existe una cantidad de
pacientes que han denunciado a los laboratorios por esconder los
resultados negativos de los estudios de confirmación de patologías a las
instancias de control estatal. El otro problema que agudizó la reforma
Obama-Kerry es que las aseguradoras médicas están obligadas a pagar más
por los tratamientos. La extensión de la prescripción de medicamentos en
patologías cada vez más diversas y el aumento de los gastos para las
prepagas por primera vez pusieron en jaque a la industria farmacéutica.
¿A qué se refiere cuando habla de un movimiento que pide atender la singularidad del uno por uno?
–Digámoslo así. Existe eso que Miller llamó la feminización del
mundo. Es el hecho de que las mujeres tienen cada vez más poder, más
maneras de hacerse escuchar, formas de ubicarse más allá del machismo,
del sistema patriarcal. En las elecciones norteamericanas, las
comunidades que decidieron la reelección de Obama fueron las mujeres y
los latinos, y especialmente las mujeres no casadas. El 65 por ciento
votó por Obama, y también el 70 por ciento de los latinos. Es un poder
nuevo. Ya no son los hombres los que dicen a las mujeres lo que hay que
votar. Es más bien al revés. Son las mujeres quienes han dicho a los
hombres que no había que votar a gente que quería desmantelar las
conquistas sociales de los ’60.
Eso es un poco impresionista...
–Bueno... este movimiento de hacerse escuchar por parte de las
mujeres tiene entre sus consecuencias una llamada a la diferenciación.
Como dice Lacan, las mujeres no son locas del todo. Carecen de afán
clasificatorio. No se ubican, respecto de lo común, de la misma manera
que los hombres. Y esto implica una llamada a vivir su vida de manera
singular, particular. No es un nuevo individualismo de masa sino una
particularización. Es la idea de ser tratadas en su particularidad. Es
una exigencia menos individualista que particular. Y esta insistencia
femenina tiene efectos en la elaboración de políticas más allá de lo que
fue el feminismo. Eso se mantiene. Pero existe una suerte de
posfeminismo que insiste sobre la particularidad de la relación con el
otro que hay que mantener a todos los niveles del lazo social.
¿Cuál es la tarea de un psicoanalista en esta doble pinza?
–Creo que es tener en cuenta este doble movimiento para permitir que
uno pueda inventarse una solución posible para vivir la pulsión. Es una
época donde hay ofertas contradictorias presentes en el malestar común.
Japón quizá sea un ejemplo. En el movimiento hacia la clasificación,
ese país no tenía la categoría de depresión en su cultura. Los japoneses
se mataban, pero no eran depresivos. No existía en su cultura la idea
de que uno se mata porque es depresivo. La presión contemporánea obligó a
los laboratorios a inventar el llamado “catarro del alma”, y el remedio
para ese catarro del alma. Así, esa categoría terminó siendo aceptada.
Eso abrió un mercado nuevo para la difusión de los antidepresivos. Pero
también se ven los esfuerzos de diferenciación que introduce la cultura
del manga, cierta literatura y el vestuario increíble de las jóvenes
japonesas, que antes, cuando entraban en el subte, se veían, todas, unas
iguales a las otras.
¿Y qué papel hay para la biopolítica en este escenario?
–Michel Foucault empezó a utilizar el concepto de biopolítica. Si
antes el Estado provocaba guerras, en el Estado de Bienestar no hay
guerras, o hay ejércitos profesionales. Los ciudadanos no tienen por qué
morir. El Estado se ocupa de ellos. Define, cada vez más, cómo viven,
si toman tóxicos, si fuman, si beben, qué comen, si son obesos,
diabéticos, etcétera. Es decir, el Estado se centra en los detalles de
la vida de una manera inédita. La manera es controlar la disciplina del
cuerpo. La medicina define el curso de las cosas de acuerdo con el
trastorno que padece el sujeto según el diseño de las clasificaciones
imperantes. Pero eso era antes. Ahora podría decirse que la biopolítica
es la política."
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